J.A. Bayona cumple 50 años: el arquitecto de la emoción que conquistó Hollywood sin perder el acento

El director de La sociedad de la nieve celebra medio siglo de vida con una carrera que ha transformado el dolor en espectáculo global. Su cine conmueve, arrasa en taquilla y sigue fiel a una voz personal que mezcla tragedia, infancia y épica.
Por Natàlia Garcia Carbajo
Roma / Mayo 2025
Desde su irrupción con El orfanato (2007), hasta el fenómeno global de La sociedad de la nieve (2023), Bayona ha tejido una filmografía coherente, visualmente poderosa y narrativamente íntima. Cine que incomoda y abraza al mismo tiempo.
El niño del Raval que soñaba con monstruos
Bayona nació en el barrio del Raval, en una Barcelona que a finales de los setenta vivía entre la marginalidad y la ebullición cultural. Su infancia transcurrió entre videoclubs, programas dobles y una fascinación por el cine de Spielberg, Hitchcock y Coppola. Antes de cumplir los 20 ya había empezado a trabajar como periodista musical y realizador de videoclips, acercándose al audiovisual desde la calle, sin padrinos ni privilegios.
Estudió en la ESCAC (Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya), donde conoció a quienes serían parte esencial de su equipo creativo, como el director de fotografía Óscar Faura y el compositor Fernando Velázquez. Ese núcleo estable ha acompañado a Bayona en casi todos sus proyectos, y explica en parte la solidez estética de su obra.
El dolor como punto de partida
Las películas de Bayona no son sobre catástrofes, sino sobre las personas que las habitan. El tsunami en Lo imposible, el monstruo de Un monstruo viene a verme, el accidente aéreo de La sociedad de la nieve: todos son escenarios donde se pone a prueba la humanidad.
Bayona no busca respuestas, sino preguntas. Y las formula con una sensibilidad visual que se reconoce en el claroscuro, en los planos cerrados, en la emoción contenida. Su cine no explota el sufrimiento, lo acompaña.
Su trabajo con actores, especialmente con niños, es otra de sus señas de identidad. Lo vimos con Belén Rueda en El orfanato, con Tom Holland en Lo imposible, y con el joven Enzo Vogrincic en La sociedad de la nieve. Bayona construye desde la confianza, generando una intimidad que se traduce en actuaciones profundas y conmovedoras.
Un lenguaje cinematográfico sin traducción
Cuando Spielberg lo escogió para dirigir Jurassic World: Fallen Kingdom, muchos pensaron que su voz se perdería. No fue así. Incluso dentro de la maquinaria de Hollywood, Bayona conservó sus obsesiones: la familia, la pérdida, la infancia como lugar sagrado.
Aunque la crítica fue más tibia con este título, Bayona aprendió a moverse en las lógicas del blockbuster sin renunciar a su mirada. Rodó en inglés, en sets gigantescos, con efectos visuales de última generación, pero mantuvo esa capacidad para detenerse en un gesto, en una pausa. Una forma de narrar que parece pequeña, pero es enorme.
La sociedad de la nieve ha sido, sin embargo, su regreso más íntimo. Rodada entre Uruguay, España y Sierra Nevada, sin grandes estrellas, con guion propio y libertad creativa. El resultado fue una de las películas más impactantes del año, nominada al Oscar y aclamada por la crítica como un “milagro narrativo”.
El cine como lugar donde no hace falta explicarlo todo
A sus 50 años, Bayona ha demostrado que se puede hacer cine comercial sin perder el alma. Que la emoción no está reñida con la precisión técnica. Y que las historias más profundas no siempre se escriben con palabras, sino con miradas, silencios y atmósferas.
Su legado es el de un cineasta que no ha querido encajar en una etiqueta, sino construir la suya. Y lo ha hecho sin renunciar nunca a su acento, a su barrio ni a la emoción que lo trajo hasta aquí.
Bayona no dirige para agradar, sino para conmover. No filma lo que otros esperan, sino lo que necesita contar. Y quizá por eso, cada una de sus películas se siente como un refugio —oscuro, sí, pero también necesario— donde el espectador no solo ve, sino que siente. A medio siglo de vida, Bayona no cierra una etapa: la vuelve a abrir. Y lo hace recordándonos que el buen cine, el que permanece, siempre empieza por una pregunta sin respuesta. Que la emoción no está reñida con la precisión técnica. Y que las historias más profundas no siempre se escriben con palabras, sino con miradas, silencios y atmósferas.
Su legado es el de un cineasta que no ha querido encajar en una etiqueta, sino construir la suya. Y lo ha hecho sin renunciar nunca a su acento, a su barrio ni a la emoción que lo trajo hasta aquí.